Vuelvo a tener cascos

Era un día nublado y ya hacía una semana que se me habían perdido los cascos. Es increíble lo poco que duran. Tengo en mi cuarto un cajón lleno de cascos rotos, algunos de ellos tienen un auricular que funcionan, otros no. Los hay negros, blancos e incluso unos rosa feísimos que me regalaron. No sé cuántos hay, creo que unos quince, más o menos. De todos esos recuerdo especialmente unos blancos con la parte de atrás, que era plana, de un color rojizo. El junio anterior había quedado en una playa con cierta gente y al día siguiente los di por perdidos, aunque sabía perfectamente que los usé de camino a casa, lo cual me atormentaba. Detesto cuando se pierden unos cascos que funcionan, es una de esas pequeñas tragedias del primer mundo. Unos meses después, me los encontré en la chaqueta que había llevado aquella noche y se había pasado todo el verano colgada del asa de una puerta del armario, lamentablemente uno de los auriculares no funcionaba, pero los volví a usar de todas maneras, ya que no tenía otros.

Hace justo una semana que se me rompió el otro auricular y ya estaba harto de su ausencia. Me vestí con una chaqueta ancha, negra y con capucha, una camiseta también negra, unos vaqueros rotos y los zapatos de siempre para ir a comprar otros. Nunca me ha preocupado demasiado mi ropa, eso sí, siento que debo renovar un poco mi armario, aunque realmente lo único que busco en la ropa es una comodidad no sólo física.

Ya estaba listo, por lo que salí de mi casa para ir a la tienda. No sé por qué, pero lo hice fijándome en una mancha que había en el suelo, al lado de la puerta.

Durante el camino podía oír los sonidos -mejor dicho, ruidos- de la ciudad. Eran chirridos de tedio. Normalmente vivo ajeno a ellos, los rechacé debido a una evidente incompatibilidad generada con el paso del tiempo, pero hoy no tenía cascos con los que protegerme de ellos, así que debía soportar las voces desafinadas y confusas, los pasos sin rumbo ni compás de la gente y la total ausencia de un solo trascendental, de esos que me gustan tanto. Todo eso me descolocaba, aunque ya tenía asumido que así es el ecosistema en el que vivo. Es raro, hubo una época en la que me gustaba caminar sin música y disfrutar del entorno.

Tras unos minutos de camino, llegué al establecimiento. Era una tienda de electrónica bastante normal, con sus videojuegos en escaparates y demás. No había ningún cliente dentro de ella. Al entrar, el dependiente, que estaba con el móvil, me miró con desprecio. Debió haberle molestado que interrumpiese su conversación, su partida o lo que quiera que estuviese haciendo con el aparato. No le di más importancia que la de un pensamiento despectivo. Cogí los cascos, los pagué y me fui. Cumplí el trámite.

¡Ah! Por fin, después de tanto tiempo volvía a tener cascos. Podía volver a aislarme del ruido y de aquello que lo genera. Mi piel se erizaba ante las notas agudas del trompetista a la par que trataba de evitar subir los hombros, para no desentonar –notoriamente- del resto de la gente. ¡Qué maravillosa es la música!

De vuelta a casa pasé por una pequeña tienda de segunda mano, principalmente de discos y libros, y entré para ver que había, simplemente por curiosidad. Sus paredes eran de un color verde turquesa y las estanterías se veían afectadas por el paso del tiempo, luciendo un color más desgastado. Sonaba una música puramente ambiental –por la cual tuve que quitar la mía-. Era una de esas atmósferas que parecen intentar hacer que te apetezca un café.

Este dependiente era más sociable. Era un hombre algo gordo de unos cuarenta y muchos años, ya entrado en canas. Tenía un rostro muy alegre y cuando reía, se le caía el sombrero. Hablaba con un cliente (o un amigo, supongo) un poco peor conservado, más flaco y con un bigote que le llegaba casi hasta la barbilla. Recuerdo que llevaba una camiseta negra con el símbolo de los Rolling Stones. Mantenían una tierna e inocente discusión acerca de quién era el mejor grupo que había habido. El dependiente defendía que los Beatles, mientras que el otro alegaba que lo era AC DC. La verdad es que esa imagen me produjo una sonrisa y un resoplido de aire por la nariz.

Yo me puse a curiosear los vinilos con los cascos otra vez puestos. No tenían muchos, pero algunos eran discos de grupos realmente importantes. Tenían, por ejemplo, una reedición del Live in Japan, de Deep Purple y un Dangerous con una pequeña mancha de humedad. Después me pasé a la sección de discos cutres. Estaban en una especie de cesta-contenedor agrupados en packs de 6 discos por 2 euros. Miré los grupos y solté alguna carcajada al ver las portadas –algunas eran realmente espantosas-, hasta que vi un disco de tintes azules en cuya portada había un hombre con la mano derecha en la barbilla y la izquierda detrás de la cabeza. ¿Qué coño hacía eso ahí? Me preguntaba. Estaba mezclado con un disco de rancheras mexicanas cutres, uno de pop ochentero y demás mierda. Tenían que haberse confundido al colocarlo, seguro.

No llevaba mucho dinero, había salido con el dinero justo para los cascos. Rebusqué en mis bolsillos y conté la calderilla. Tuve suerte, llevaba 2 euros con 3 céntimos encima. Fui nerviosísimo a pagarlo con ese dinero. Puse el disco en el cuarto puesto del pack, por si el dependiente se daba cuenta.

-Disculpe, ¿puede cobrarme?- le dije con una sonrisa que temblaba ligeramente.

-Sí, claro.

El hombre ojeó todos los discos. Yo ya pensaba que se iba a dar cuenta de que ahí dentro estaba ese disco y que no dejaría que me lo llevase por tan poco dinero, pero añadió:

-¿Qué vas, a usarlos para decorar o qué?

Yo, con los ojos muy abiertos, le respondí:

-¿Eh? Ah sí, sí. Seguro que le dan un toque guay al sitio.

-Eso espero ¿Qué sitio es, por cierto?

Sobre la marcha me inventé que un amigo abría un bar y le venían bien para la ambientación. No se había dado cuenta de qué disco era.

Pagué y me fui aliviado. Lo primero que hice a salir de la tienda fue suspirar con una sonrisa más tranquila. Acababa de comprar Blue Train por 2 euros. Después me pregunté por qué me alegraba tanto, no tengo en mi casa ningún reproductor de vinilos y ya lo había escuchado antes. Sólo se trataba de una reliquia de mi salvación.

Además prefiero A Love Supreme.

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Texto: Javier Avea Expósito.

Imagen: Emba.

Reseña | El viejo y el mar

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Título: El viejo y el mar

Autor: Ernest Hemingwat

Año: 1952

Hay varios motivos para leer y según el que tengas, deberás leer ciertos tipos de libros. Por ejemplo, si lo que buscas es un simple entretenimiento –algo totalmente respetable-, necesitas un libro que enganche, de personajes carismáticos y emoción. Yo te recomendaría “Canción de hielo y fuego” y “Los elixires del diablo”, libros muy buenos además. Si te interesa cultivarte como persona, lee ensayos y a literatos filosóficos. Aquí cabría destacar figuras como Nietzsche.

Pero si lo que quieres es una sensación emotiva, tu libro es El viejo y el mar, de Ernest Hemingway, especialmente si deseas empatizar con un personaje. Yo me lo leí a principios de año –de hecho fue el primer libro que me leí en 2015-, cuando debería haber estado estudiando para los exámenes y, la verdad, es que fue toda una experiencia (les recomiendo que se la lean antes de seguir leyendo este texto)

Hemingway nos narra la historia de Santiago, un viejo pescador que llevaba 84 días sin pescar un solo pez. A pesar de ello, no se da por vencido, obviamente, por lo que decide salir a la mar. Pero antes de que su barco zarpe, tú ya quieres a ese anciano. Y ese sentimiento va in crescendo. Cuando el pez pica, te alegras como si a un familiar le hubiesen dado un trabajo después de tanto tiempo en el paro. Te dan ganas de ir a celebrarlo, si no fuera porque quieres seguir leyendo.

Y te pierdes en los pensamientos del viejo. Tú también estás en un mar, escuchándole hablar de Joe DiMaggio y desear que el chico estuviese con él. La historia avanza, la lucha entre el pez y el pescador sigue. Hasta que el viejo lo pesca, entonces llega el sumun. Todo lector con un mínimo de sensibilidad sonrío al llegar este punto. Santiago, nuestro amigo al que conocemos desde hace tantas páginas, por fin pesco un pez, que encima era enorme.

El viejo volvía con el pez remolcado, pero pasó una hora y llegó el primer tiburón. El viejo quiso defender su presa, pero no pudo. Las mordidas de los tiburones eran inevitables, como mi pobre gesto pesado. Llegó a la costa con sólo un esqueleto y se tumbó en la cama, triste, durante horas. La empatización es tal, que el lector acaba la obra de la misma forma que el viejo.

De este modo, cuando me acabé el libro sentí una pena enorme de la que intenté salir repitiéndome que todo eso era ficción, que nada de eso había pasado. Pero eso sólo me hizo odiar a Hemingway por torturar de aquella forma a mi buen amigo Santiago.

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Texto: Javier Avea Expósito.

Imagen: Fernando Angulo Herrera.

Enmudeció la lira

¡Maldita sea!

Hemos llegado al último año

La ciencia ha alcanzado

el conocimiento máximo.

Sabemos con milimétrica precisión

cada dato del Gran Cañón.

Sabemos de donde venimos

y hasta nuestra dirección.

Dominamos la ciencia,

mas no es la única materia.

Conocemos el mundo,

pero desconocemos su belleza.

Todo se ha perdido en el avance,

ese frío trance

para el que, como yo,

valora el instante.

¡Ah el instante!

Esa luz que sólo yo puedo ver,

ese perfume que sólo yo puedo oler,

ese libro que sólo yo quiero leer.

Ya no hay ojos de espejo,

ya no hay suspiros correspondidos.

Desapareció el beso sincero,

¿por qué se lo permitimos?

Busco con mi foco

pues faltan enamorados locos.

Ni tan si quiera yo

puedo regalar una rosa,

sin tener a quien amar.

No hay mujer ninguna hermosa,

ni una sola sabe volar.

No hay poesía,

pero ¡maldita sea!

Queda un poeta.

¿Que destino queda?

poner fin a esta treta

Has ganado, extraña sociedad,

no he contagiado mi enfermedad.

Mi única alternativa,

es la de poner fin a mi vida,

ese triste mal del que voy a escapar

clavándome un lloroso puñal.

Texto y foto: Javier Avea Expósito.

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Bosque de hojas negras

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Camino en un bosque de hojas negras,

andando como topo en tierra

con mi canción de miedo a las bestias.

.

Es un paraje que no me hace falta describir,

pues ya lo conoces

y, espero, que también lo odies.

Que despierte el llanto en ti.

.

Lo cruzo,

aunque a veces lo subo.

Busco alzarme por encima de las copas

de esos árboles para poder tirar mi ropa.

.

Mas soy inexperto en la naturaleza,

me cuesta salir de mi sueño de sol

para visitar el campo de maleza

de una decadencia inferior.

.

¿Pero qué otra opción cabe

cuando no tengo otra fuente

de curandera agua potable?

.

Y créanme que la saboreo,

sólo que en ocasiones

no soporto este tormento

en el que habita mi sustento.

Javier Avea Expósito